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Cuando hablo de Educación, recuerdo a menudo la frase de John Dewey (1859-1952) cuando afirmaba que la Educación no prepara al educando a la vida, sino que “es la vida misma”.
Cuando hablo de Educación, recuerdo a menudo la frase de John Dewey (1859-1952) cuando afirmaba que la Educación no prepara al educando a la vida, sino que “es la vida misma”.
Este criterio me parece primordial, porque aquello que aprende el educando, se va integrando en su personalidad como uno de los repertorios más íntimos de su ser. El humano parte de una base bio-genética que contiene la información básica de sus recursos naturales, pero a ello se añade algo fundamental: el aprendizaje. En consecuencia, el comportamiento humano es el resultado de la simbiosis entre las condiciones genéticas y aquello que la persona aprende.
En la actualidad vivimos un momento histórico y cultural sumamente importante, porque experimentamos un período de “transición” perenne, y donde aún, no todo está definido. Si algo podemos decir, sin temor a equivocarnos, es que los suspiros finales del siglo XX y los albores del siglo XXI marcaron su compás al ritmo de la ciencia y de la tecnología, ingresando a un mundo cibernético y digital tan novedoso que no deja de sorprendernos.
Recordando las primeras incursiones aeroespaciales y los primeros alunizajes de los años sesenta, ya se podía entrever que los decenios siguientes no serían iguales, ni se asemejarían a aquello que vivieron generaciones pasadas.
Los griegos fueron felices con la retórica, los romanos con sus conquistas y leyes, el Medioevo con el Arte; a nosotros nos ha tocado vivir una verdadera “Revolución científica y tecnológica” y sobre su influencia trata este libro.
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